Cuando Dios parece ausente
Todo el mundo pasa por momentos en los que el silencio de Dios pesa mucho. Las oraciones parecen no ser nunca atendidas, las decisiones hay que tomarlas entre la niebla y el cielo parece cerrado. Este silencio, aunque desconcertante, no es ajeno a la tradición bíblica. Al contrario, desempeña un papel esencial y a menudo revelador. En las Escrituras, Dios no siempre habla en voz alta. A veces calla, y este silencio se convierte entonces en un lenguaje por derecho propio.
El silencio de Dios es a menudo un espacio de espera. No significa necesariamente ausencia, sino más bien un tiempo suspendido, un hueco fértil donde algo puede nacer. En el libro de Habacuc, el profeta clama ante la injusticia: "Señor, ¿hasta cuándo clamaré y no me oirás? Y Dios responde, no con una acción inmediata, sino con una promesa: "La visión espera su fin; llegará, sin falta". El silencio se convierte entonces en el lugar de la fe desnuda, la que no se basa en el sentimiento, sino en la confianza. También los salmos están llenos de esta tensión. El salmista alterna la angustia y la esperanza, el dolor y la alabanza. Habla a un Dios que a veces parece distante: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Este grito, del que se hace eco Jesús en la cruz, muestra lo profundo y doloroso que puede ser el silencio y, al mismo tiempo, lo cargado de significado. El silencio de Dios alcanza su culmen en la pasión de Cristo. Jesús, en el Huerto de los Olivos, reza angustiado a su Padre. Pide que se aparte de él este cáliz, pero añade: "Hágase tu voluntad". Ninguna respuesta disipa su confusión. En la cruz, grita: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Este grito de abandono es también un grito de confianza, porque se dirige a Dios. Incluso en su aparente ausencia, Jesús permanece vuelto hacia su Padre. Este silencio no está vacío. Precede a la Resurrección. Contiene la promesa de una vida nueva. Enseña que, incluso cuando Dios parece callado, está actuando. En la sombra, en lo secreto, en el corazón. En nuestra vida cotidiana, a menudo nos gustaría que Dios respondiera con claridad, con rapidez, como un interlocutor directo. Pero la fe cristiana nos enseña a habitar en este silencio con paciencia. El silencio de Dios nos invita a escuchar de otra manera. Nos impulsa a crecer en libertad, a purificar nuestras intenciones, a buscar a Dios por sí mismo y no sólo por sus respuestas. El profeta Elías, tras huir al desierto, no oye a Dios en el viento violento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en el susurro de una suave brisa. Esta historia muestra que Dios habla a menudo en la discreción, en lo íntimo, en lo que el mundo considera insignificante. El silencio de Dios no es siempre un silencio de indiferencia. Puede ser una respuesta, una pedagogía, una forma de amar. Nos enseña a confiar, a crecer en la esperanza. También puede llevarnos a estar más atentos nosotros mismos. Este silencio se convierte en una invitación a una oración más profunda, a la abnegación interior, a la escucha del mundo y de los demás. Dios nunca está lejos, incluso cuando parece callado. Su silencio puede ser habitado, fecundo, transformador. Es una llamada a buscar de otro modo, a esperar con fe, a velar, como las vírgenes prudentes de la parábola. El silencio de Dios en la Biblia no es una ausencia, sino un misterio. Es parte integrante de la relación con lo divino. Nos cuestiona, nos forma, nos enseña a amar incondicionalmente. A través de Job, los salmos, los profetas y el propio Jesús, descubrimos que el silencio puede convertirse en lugar de encuentro y transformación. Aprender a habitarlo significa también aprender a confiar en un Dios que, incluso cuando está en silencio, siempre está presente. El silencio es un lugar de encuentro y de transformación. El silencio como lugar de espera
Jesús y el silencio del Padre
Aprender a habitar en el silencio
El silencio como respuesta
Conclusión